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Henri Lenaerts, 100 años

Con motivo del centenario del nacimiento de Henri Lenaerts, publicamos la autobiografía íntegra del artista belga, escrita en 1997 en Irurre (Guesálaz).

Nací el 8 de mayo de 1923 en Molenbeek-Saint-Jean, en la calle Ransfort, en el barrio más popular de Bruselas, de padres limburgueses. Mi padre trabajaba con mi abuelo, y más adelante con su hermano, como carpinteros de pequeñas estructuras metálicas, herreros y cerrajeros. Mi madre se llamaba Florine Neys, y su padre era también carpintero en Saint-Trond. Mi hermana Rosa entró en la orden de las Dominicas a la edad de 19 años.

En la escuela primaria, que abandoné a los 14 años, fui siempre el segundo de la clase, una vez el primero. Al vicario de la parroquia le hubiera gustado que continuara mis estudios gratis en el seminario, pero mi padre rechazó la propuesta porque yo debía «traer dinero a casa». Fui por consiguiente a trabajar como aprendiz de soplador de vidrio a un pequeño taller en Anderlecht.

Hacía el trayecto en una hora y cuarto, dos veces al día porque el tranvía costaba 50 céntimos y yo no ganaba más que un franco veinticinco a la hora (de los de 1938-1939). El ambiente de trabajo era monótono; estábamos el dueño, tres mujeres y yo, sentados en torno a un banco de trabajo. Ellos hacían útiles de laboratorio y embudos, y yo hacía cuentagotas. Había que calentar la parte central de tubos de vidrio finos, estirarlos y después cortarlos, con lo que se obtenían dos cuentagotas. A mí me hubiera gustado ser grabador en bronce, pero según mi padre eso tenía pocas salidas profesionales.

Al cabo de un año, mi padre me había colocado en un taller de construcción de maquinaria para cerveceras, igualmente en Anderlecht, y ahí fue donde aprendí a trabajar el metal. Para entonces ganaba 1,50 francos la hora y trabajaba 48 horas a la semana. A las cinco de la tarde ya había terminado mi jornada y volvía a casa a pie, mi madre aún no había vuelto de su trabajo, y a las siete ya estaba en la Academia de Bellas Artes de Molenbeek, donde realicé todos los cursos, uno a uno. En aquella época primero se aprendía durante todo un año nada más que a trazar líneas con tiza en un encerado y, después, durante otro, a modelar formas geométricas en yeso. Después venían el ornamento, la máscara, y más tarde los torsos de estatuas griegas, egipcias, clásicas y barrocas (la cabeza del Moisés de Miguel Ángel, por ejemplo) y, al cabo de cuatro o cinco años, la cabeza del natural, antes de llegar a la clase con modelo vivo.

Por la noche, después de las nueve y media, leía en mi habitación los libros que tomaba en préstamo de la biblioteca municipal, pero mi padre cortaba regularmente la corriente hacia las once porque «consumía electricidad», de ahí mi costumbre —aún hoy— de leer a la luz de una vela. En 1943, con ese ritmo y mal alimentado, me desvanecí – había estallado la guerra. Me llevaron a un preventorio en Westmalle hasta el cese de las hostilidades, lo que me evitó ser «requisado» por los alemanes. Por entonces vivíamos en la calle Quatre Vents, y poco después mis padres compraron la casa contigua al taller de forja, donde aún se encontraba el fuelle de accionamiento manual.

Academia de Bellas Artes de Bruselas

En 1945 me matriculé en la Academia de Bellas Artes de Bruselas, en el curso de pintura monumental (impartido por el profesor Anto Carte). Por la tarde iba a trabajar con un peletero (¡había que «traer dinero»!). Por la noche seguía yendo a la Academia de Molenbeek al taller de escultura del profesor Dolneste. Este nos enseñaba el oficio con rigor, utilizando escalas y medidas. El domingo por la mañana, clase de flora y fauna (profesor Delvin).

El sábado por la tarde, clase de composición con el profesor Rodolphe Strebelle, ¡era un soñador! Viéndonos incapaces, iba alumno por alumno borrando lo que habíamos hecho y, ensoñado, volvía a dibujarlo todo. Una hora más tarde, después de haber corregido a todos los alumnos, volvía a pasar, borraba lo que él mismo había dibujado y volvía a empezar. Nos devolvía nuestro carboncillo y nos decía «continúe», y así dos o tres veces seguidas. Yo me quedaba perplejo, paralizado. Era un hombre encantador. Aún lo veo, alto y delgado, ausente, como en sueños. Recuerdo un proyecto de vidriera (Saint Jean Baptiste) y un proyecto de tapiz sobre Flandes que recibió el segundo premio en un concurso organizado por la Fábrica de Tapices. Quisieron comprármelo, y Strebelle me dijo que pidiera una suma pequeña. No lo aceptaron, y aún lo tengo.

Antes de eso, en clase de naturaleza (con modelo vivo) el profesor era Fons Verheyden. Para él solo existían Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y Rafael. Se jactaba de haber pintado un cuadro que los expertos atribuían a Rubens. La portera del inmueble donde lo había pintado atestiguaba haberle visto pintarlo. Retrasó mucho mi desarrollo, pero me enseñó a apreciar las cosas bellas. Recuerdo haber pintado un paisaje a la manera de Vogels, a quien él desaprobaba, y un condiscípulo me lo compró por algún dinero (¿dónde se encontrará ahora?). Siempre lo recuerdo como algo bello y fresco.

Después de dos años con Anto Carte gané un accésit. Mi jefe, el peletero, me decía: «Para celebrar tu éxito puedes pintar esta puerta» – una estupidez y una crueldad. Yo tenía más puntos que los exigidos para obtener el accésit, pero Anto Carte había hecho que me los redujeran. Él no me apreciaba, y a mí no me gustaba su pintura, que me parecía una imitación de la escuela de Laethem, y falsa. A pesar de todo, era un buen profesor, que contagiaba entusiasmo y hablaba con admiración de los grandes fresquistas italianos de los siglos XV y XVI, de cubrir grandes superficies, de los frescos, y de la pintura monumental.

Nos hacía apreciar a Masaccio, a Uccello, a Piero della Francesca. Era un técnico, pero a mí no me gustaban esas mujeres de piernas muy gruesas que durante un tiempo pintaban todos sus alumnos, quienes, por lo general, se convertían en buenos decoradores. Al final de los estudios nos daba más libertad. Recuerdo haber pintado un inmenso panel al temple (cola más agua). Quería representar «La Guerra» («La Guerre»), pero aquello parecía más bien una reunión de deportistas. Había apuntado demasiado alto.

La vida en Meise

Fue en ese taller donde conocí a mi mujer, Marie Josée Van Broeck, admirablemente dotada, hija única de un arquitecto. Como su padre, una mano ligeramente tullida, tenía miedo de vivir. Un poco más tarde me fui de casa de mis padres para vivir solo a una casucha minúscula en Meise, en la calle Boeghtstraat. En mi bolsillo tenía 500 francos de los de 1948. Fui vigilante en la academia de Molenbeek, después de presentarme a un concurso para una plaza de profesor y tras quince años de estudio en la escuela con todos los primeros premios, Willy Demuylder, mucho más capacitado, obtuvo la plaza.

Todas las tardes iba y volvía de Meise a Molenbeek (aproximadamente 20 kilómetros en bicicleta) para realizar la vigilancia de siete a nueve y media. En 1949 me casé, y mi mujer se vino a vivir a mi casa, la más modesta del pueblo. Más adelante compramos con la ayuda de mi padre un bungalow de tres habitaciones, en la calle Chausée de Vilvorde. Mi mujer era maestra de dibujo en Molenbeek. Yo podía vivir a su costa ya que después de un nuevo concurso para una plaza de profesor (amañado, esta vez) había mandado a paseo el puesto de vigilante. Era la buena vida; de viaje de novios fuimos y volvimos de Meise a St. Amand… en bicicleta.

Pasaron los años; yo trabajaba en mis esculturas, y mi mujer daba sus clases (en flamenco; ella, que era francófona, iba a Holanda durante las vacaciones para aprender el idioma). Mi madre, mujer admirable, nos hacía la colada, venía a limpiar la casa, y nos daba —a escondidas de mi padre— algo de dinero trabajosamente ganado. Con la madre de mi mujer y con su tía venía a pasar los días soleados a Meise, que era todavía entonces un pueblo tranquilo. Yo mismo me encargaba de todo, criando patos y pavos, cultivando el huerto y construyendo mi taller con la ayuda de Rik Poot. Por pura malnutrición me volví fuerte.

El Estado, con Albert Dasnoy, Herman Teirlinck y Charles Leplae como miembros de la comisión de compras, me compraba de vez en cuando una escultura, de las que una fue para el Museo Nacional de Bellas Artes de Bruselas (Silhouette Champêtre) y se mantuvo expuesta durante años en el gran vestíbulo de entrada, para pasar después a una sala del nuevo edificio al lado de las obras de Fermeke. El Estado instaló una en Meise (Paysanne assise, 1953), y otra al lado del Ayuntamiento de Ostende (Rythme Vital – 1er état).

Una escultura fue para mí objeto de preocupación durante veinte años. Con aspecto de astronauta, un hombre sentado entre formas abstractas, descansa sobre tres puntos, más un pie sobre la base, con la cabeza y el cuerpo herido (los aparatos que inventamos y utilizamos nos determinan e hieren nuestra integridad humana. Son ellos, ¡ay!, quienes cada vez más nos dan forma en lugar de estar a nuestro servicio). Después de volver de la India aumenté la parte abstracta, que se volvió más atormentada. Algún tiempo después añadí la plancha que serviría de base y puse encima tres formas que representaban las fuerzas telúricas de las que deberíamos tomar nuestras fuerzas vitales. Después de eso, el conjunto se vio rodeado por un entramado de hilos de cobre que representaban las complejidades psíquicas que atraviesan nuestro consciente e inconsciente. Cuanto más se complicaba la vida, más lo hacía
la escultura. Del astronauta que pretendía ser, se había convertido en una imagen bastante exacta del «siglo XX». Así como la mayoría de nosotros tiene miedo de verse tal como es, la llamo Cibernético (Cybernétique). En suma, «astronauta», «siglo XX» y «Cibernético» quieren decir lo mismo. El ser humano deshecho por sus propios inventos, que lo mantienen preso y lo determinan cada vez más. Esta escultura, realizada en dimensiones monumentales, habría sido una de las obras más significativas, imagen exacta de nuestro tiempo.

Era una buena vida, llena de esperanza, de confianza y de honestidad. No teníamos hijos, ya que mi mujer nunca lo había deseado de verdad. A pesar de todo, ella veía que yo «no daba la talla», cosa que ella había esperado. A ella le hubiera gustado ser una «Dama», habiéndole repetido su padre tantas veces que ella era superior a las otras mujeres. Yo era un segundón, que luchaba duramente, solo frente a todos, con una energía feroz, pero al que una mujer no puede aguantar durante mucho tiempo. Vivíamos muy aislados.

Durante cuarenta años me vestí con ropa de segunda mano que me daban. Siempre iba «mal vestido». A mí esto me dejaba indiferente porque «ir bien vestido» es una especie de alarde de disfraz, de hacerse valer, y en nuestros tiempos un despilfarro enorme.

Los primeros viajes

Mientras tanto había comprado un ciclomotor Gillette, el modelo menos caro, pero también el más habitual en el mercado de ocasión. El ciclomotor tenía veinticinco años, y yo veintinueve. Tenía una manivela exterior para poner el motor en marcha. Lo había hecho revisar antes de partir hacia… ¡Italia! ¡Después de una jornada entera de carretera apenas si había hecho veinticinco kilómetros! Cada pocos kilómetros debía parar porque el motor se calentaba, dejarlo enfriar y retomar la marcha. En
ruta ya iba mejor. Y, finalmente, llegué a Roma. Durante el viaje dormía en granjas y albergues, y cocinaba en un hornillo de petróleo. De camino, evidentemente, había visitado todos los museos de Milán, Mantua, Florencia, etc. Quería verlo todo, comprenderlo todo. Fue algo que me maravilló, la Gran Vida. Después de eso, todos los años hacía un viaje de dos meses.

Cambié el ciclomotor Gillette por una motocicleta Lion Rapide de 200 centímetros cúbicos, lo que hacía reír a todo el mundo. Así, un día llegué a Atenas, atravesando los Balcanes, con numerosas escalas, ida y vuelta. Después le tocó a Gibraltar, Marruecos, y Ouarzazat, que era por aquel entonces una aldea perdida y desconocida. Otro año le tocó a Egipto (bajo el mandato de Nasser), hasta los confines de Sudán, Ouadi Halfa. El barco que remontaba el Nilo paraba solo un rato en Abu Simbel (en aquel tiempo en su antigua ubicación), y debía tomar el de vuelta tres días más tarde, pero lo perdí. Un taxi me condujo a la altura del barco, que se encontraba al otro lado del río y que hacía oídos sordos a los bocinazos. Los habitantes del pueblo, alertados por el taxista vinieron a buscarme y me prestaron un asno. Hice el camino hasta Abu Simbel solo, donde el templo estaba abierto a todos sin vigilancia, durante tres días.

Los colosos de Abu Simbel, los conozco como a hermanos. Me contaron la historia de los Faraones y del pueblo (el arte es un lenguaje). Las estrellas, la arena y el río y me hablaban, fue algo espléndido. De vuelta a El Cairo, por mediación de la embajada (tenía asignada una pequeña beca para el estudio de las Bellas Artes) la compañía de pozos petrolíferos me llevó en su avioneta hasta uno de los pozos de extracción en el Sinaí. Yo quería ir hasta el monasterio, allí donde Moisés había recibido las Tablas de la Ley. Después de mucho palabrerío, me vi flanqueado por un guía árabe y por un soldado que supuestamente me protegería, aunque de hecho estaba para vigilarme. Los tres montamos en camello.

Hacía falta un día y medio para llegar, y otro tanto para volver. Al llegar, el soldado, agotado, se fue a dormir. Furtivamente subí hasta la cima del Monte Sinaí. Al descender me encontré al soldado que, creyéndome escapado, me buscaba ¡apuntando con el fusil! En uno de estos viajes también visité el Monte Athos. No había ningún turista en aquellos tiempos benditos, y yo era el único visitante. Yendo de monasterio en monasterio, veía a los monjes vivir entre el cielo y la tierra. Y siempre me ha acompañado la nostalgia. Uno de ellos arrancó las páginas de un manuscrito escrito en cirílico y me las dio. Tenía miedo de los comunistas. Todavía los tengo, pero no sé leerlos. Asimismo, visité Turquía, Estambul y la costa de Asia Menor, hasta Ankara, Erzurum y los retiros excavados en la roca por los Padres del Desierto en Göreme. Todo estaba abierto, el acceso era libre, y nadie a la vista.

Hubo también un Simposio de escultura en Portoroz, Yugoslavia. Nos entregaban una gran piedra blanca del lugar, herramientas y obreros para desbastarla. Podíamos esculpir a nuestro antojo durante un mes. La escultura terminada quedaba en posesión del Simposio. Solicité una prórroga para darle los últimos toques e hice un molde. Trabajada de nuevo y vaciada en bronce, se convirtió en Soledad (Solitude), una de mis piezas más hermosas.

La India

Por último, llegó la Gran Aventura. Había ganado el Premio Kopal gracias a unos proyectos de medalla. Justo lo suficiente como para hacer un viaje a Italia… partí hacia la India. Primero en tren y después en autobús, Estambul, Ankara, Tabris, Irán (Teherán, Ispahán, Meshed), Afganistán (Herat, Kandahar, Kabul, el Paso del Khyber). Pakistán (Peshawar, Lahore). La India: Nueva Delhi, Calcuta, Madrás, Pondicherry, Mumbai, la vuelta completa a la India, siempre en autobús. Luego vino el regreso, por el mismo camino, por los mismos medios, tres meses, treinta mil kilómetros. A la mañana siguiente estaba trabajando en mi taller de Meise. Mientras tanto había participado en el Concurso de Roma. Mi obra no era lo bastante buena como para ser expuesta en el Palacio de las Bellas Artes después del concurso. Fue Olivier Strebelle quien recibió el premio. Algunos meses después, el Estado, con el mismo tribunal, compró mi escultura. Desde entonces se encuentra a la entrada del Jardín Botánico, del lado de Meise. A todo el mundo le agrada la Paysanne Assise (Campesina sentada). Después de cuarenta años de estar allí una señora me dijo hace poco que ella siempre había creído que era el retrato de la desafortunada Princesa Carlota.

A continuación, recibí una beca de la UNESCO para estudiar la cultura india. Volví a dar la vuelta a la India, me recibían en todas partes de manera oficial, y me llevaban a donde yo deseaba. Se trataba de una beca para un mes, y con el mismo gasto me quedé tres meses. A mi regreso escribí un estudio, Les Métamorphoses de l’Être (Las metamorfosis del Ser).

En la biblioteca de la Universidad de Benarés quedó sellado mi destino. Hojeando un breve opúsculo escrito por Sylvain Levi sobre el Ritual Védico, La Doctrine du Sacrifice dans les Bramanas (La doctrina del sacrificio de los Brahmanes), me di cuenta de que se equivocaba en lo sustancial. ¿Cómo lo sabía yo? Los (verdaderos) artistas tienen una intuición psíquica, viven continuamente en el in- y en el subconsciente, algo que los investigadores, demasiado esclavos del cerebro, no pueden tener. El pasado, como el presente, se vive en nuestro interior. Y, además, ¿no había yo hablado a los colosos de Abu Simbel? ¿Y a la Zarza Ardiente de Moisés, a los monjes del Monte Athos, a los frescos y a los retiros de los Padres del Desierto, a las mezquitas del Islam, por no hablar del Románico y del Gótico francés, del Renacimiento y del Barroco italianos, de Rubens y de Van Eyck, a los «Primitivos» del mundo entero, y a tantas otras cosas? Sylvain Levi se equivocaba.

Finalizado el viaje, solicité una beca de estudios en el marco del programa de intercambio cultural Bélgica-India (1967). Recibía 3.000 o 5.000 francos y fui ascendido a la categoría «Research Scholar». La vida era bella. Solicité una excedencia de dos años a la Academia de Boitsfort, en la que era profesor desde hacía seis meses, y me concedieron una de un año. Antes de esto había abandonado las clases en Nivelles por un viaje a la India. Retiré mi candidatura para un puesto en la Abadía de la Cambre, donde Rik Foot fue nombrado profesor.

Al margen de todo esto, yo no había abandonado la escultura. Había realizado Peur (Miedo), en madera, representación del miedo vital inherente a todo joven, Le Cri (El Grito), en madera, en 1960, representación del grito de angustia ante la enormidad de la necedad humana, Soleil et Vent (Sol y Viento), un himno a la vida decantada, la mujer que se protege con un velo sobre la cabeza del sol, de la lluvia y de la indiscreción (una mujer decente no descubre jamás su cabello ante un desconocido, nuestros padres lo sabían, y los islamistas también). Antes de esto también había campesinas en yeso y en madera, destruidas por subestimadas. Incluso un caballero de tamaño natural. Destruidos también algunos retratos, incluido uno de mi mujer, y pinturas – ¿acaso no soy yo alumno de Anto Carte?, etc. etc. Había incluso hecho un «Pensador» sentado, enorme, con una mano en la frente (nada
que ver con el de Rodin). Lo había moldeado en piedra reconstituida. Un fotógrafo profesional se burló de la obra. Cavé un gran agujero e hice bascular la escultura dentro de él. Luego la recubrí de una capa de hormigón que sirvió de cimiento para la construcción de mi taller. Hay que ser capaz de deshacerse de las trabas propias.

Trabajaba a todas horas, pero la suerte ya estaba echada, y partí para la India en un Renault R4 con mi mujer, que tenía una excedencia sin sueldo de un año, para descubrir la inconmensurabilidad de la psique humana. Por desgracia, mi mujer no sentía la pasión por el extrañamiento, no sabía salir de ella misma (el summum de la existencia: lo que «no somos» es infinitamente más grande e importante que nuestro pequeño yo).

En Estambul nos robaron parte del equipaje, donde se encontraba precisamente el libro del Ritual Védico (Satapatha Bráhmana14) del que me había provisto en un viaje previo, aunque por suerte no así el dinero que estaba escondido en el interior del coche. En Irán, antes de llegar a Meshed, sobrevino el drama casi total. En las carreteras de grava polvorientas de aquella época (1967), el conductor de un camión que circulaba en dirección contraria no nos había visto. En el último segundo pude evitar el choque frontal. Nos dio a la altura del asiento del conductor. Yo salí indemne, o casi. Mi mujer tenía una fisura en la pelvis. El coche tenía el aspecto de un acordeón. ¿Era esto el final del viaje? En el hospital de Meshed el médico en jefe, belga, el Doctor Boulvin, operó a mi mujer, cuya lenta recuperación duró un mes. Mi mujer y el coche volvieron a estar como nuevos, o casi, al mismo tiempo, y el viaje pudo continuar.

Quedaba atravesar Irán, Afganistán, el norte de Pakistán, llegar a Nueva Delhi y después Madrás. Desde Bruselas, un viaje de 16.000 kilómetros, nos había llevado dos meses y medio. El profesor T.M.P. Mahadevan, director del Center of Advanced Study in Philosophy 15, me esperaba en la Universidad de
Madrás. Él era partidario de la «Advaita Vedanta», la doctrina del no-dualismo elaborada por Sri Sankaracharya. A mí me parecía que este modo de pensamiento no aguantaba el menor análisis crítico. Pero Sankaracharya era un pensador de envergadura. Quizás Mahadevan, un hombre dócil y amable, no lo comprendía en todo su vigor. Después de un tiempo partimos, mi mujer y yo, hacia Tanjore, donde en el curso de mis viajes anteriores había conocido a un Pandit (erudito) de la vieja escuela, Devanathacharya. Leía el sánscrito en tres escrituras distintas e intentaba vivir su vida cotidiana según los preceptos de la tradición más antigua. Con él retomé el estudio del Ritual Védico. Pasamos en su modesta vivienda tardes y tardes, a la luz de una vela, analizando textos. Después de un cierto tiempo me dijo «con usted los Vedas se vuelven dulces» (en inglés, «sweet» – comprensibles) y eso que para mí son áridos (porque según la tradición hay que ceñirse al sentido literal, lo que evidentemente los vuelve
incomprensibles). Allí comprendí que el auténtico ritual son los actos de la vida cotidiana. Desde el principio de los tiempos la humanidad ha elaborado una técnica que nos debería permitir deshacernos del comportamiento instintivo e irracional que es el de los animales —y también el nuestro— para dar a cada acto de nuestra vida un tenor, un contenido consciente. Construimos nuestra vida día a día, hora a hora, así como el altar védico se construye ladrillo a ladrillo. Nuestra vida es o debería ser un altar sacrificial erigido a la gloria de Dios, es decir a la consecución de lo más elevado de lo que somos
capaces. La palabra ‘Dieu’, ‘Dios’, ‘Io’, significa el individuo universalizado creador.

Más tarde, en la granja de otro amigo,Kirshaswami, cerca de Kumbakanam, otro Pandit, Agnihotram Tattacharya, me ayudó a ver las cosas con claridad. Todos los días cruzaba el río Kauvery en una barca de mimbre para explicarme los Vedas. Practicaba el ritual sacrificial del fuego, como su nombre, Agnihotram, lo indica. Gracias a él pude asistir a una reunión de un centenar de Brahmanes en la que durante varios días se salmodiaron los Vedas. Allí vi el rito sacrificial de la evocación del fuego tal y como se practicaba en la India desde hacía milenios. Me había convertido en uno de ellos.

Tras varios regresos a Madrás y travesías a Benarés llegué por fin a Kerala, a la residencia de Nambudiripad, Brahmán de alta casta que tenía en su casa un altar consagrado a su dios familiar, como en la más alta antigüedad de la India y de Grecia. Tener un dios familiar propio significa tener una consciencia y unos conocimientos objetivos personales elaborados a lo largo de un prolongado linaje de ancestros. De la recopilación de esos conocimientos obtenidos independientemente por varias familias —clanes— durante un periodo que duró varios siglos surgieron los libros védicos (‘Veda’ significa conocimiento racional objetivo). A su vez de estos surgieron los Upanishads y todo el pensamiento racional, así como la estructura de la sociedad en castas. La «razón» corta a los seres humanos —igual que a las cosas— en trozos. El amor —lo irracional— los reconcilia. No existió (ni existe) un auténtico ser humano que no tuviera (o tenga) un dios-consciencia personal o que pertenezca por cualquier vínculo a alguno que lo tuviera.

En Kerala entré en contacto con un erudito interesado en una Doctrina Tántrica Filosófica
del Reconocimiento de la Identidad-Pratyabhijna. Juntos analizamos palabra a palabra un pequeño
tratado, el Virupaksapansasika (cincuenta versículos escritos por Virupaksa), que resumía toda la doctrina. Resultó ser todo lo contrario al Veda. ‘Tantra’ significa energía vital (Svatantrata, de su propia energía vital). El Tantra se basa en el hecho de que es posible obtener el conocimiento mediante la experiencia sensorial: al mirar un fuego de lejos vemos y sabemos que está ardiendo, Tantra. Deducimos que calienta: Veda. El Cristianismo es una doctrina tántrica que deja espacio a los sentimientos e ideas individuales.
El Brahmanismo es una doctrina védica: solo el conocimiento objetivo racional válido para todos se
tiene en cuenta. Habría mucho que decir sobre esta «objetividad» y esta «razón».

Entretanto, habían transcurrido varios años. Mi mujer, al cabo de seis meses, se había vuelto a Bélgica, no pudiendo adaptarse a otra cosa que no fuera su propio ritmo interior. Mi beca de estudios de dos años se había visto prorrogada. Al final me había quedado cinco años en la India, de 1967 a 1971, sin volver a Bélgica. Estaba cada vez más solo frente al infinito. Había perdido hasta la noción de Europa que damos en llamar «Occidente» («the West»). De paso por Madrás había obtenido del Profesor Mahadevan mi traslado a Benarés, a la Hindu University. Había hecho amigos en la Theosophical Society y, además, Benarés «Varanasi», ¿no es acaso el bastión de la ortodoxia? Era preciso terminar el estudio del Virupaksapansasika, para ello la comprensión del ritual védico me ayudó mucho. Encontrando el sentido auténtico de cada concepto importante (haciendo un análisis semántico). Y después escribiendo la tesis doctoral que se me había metido en la cabeza lograr. Siendo aún «Research Scholar», recuerdo haber intervenido en un debate sobre el valor de las presuposiciones en la filosofía que habían organizado los profesores. Algunas semanas más tarde daba una conferencia en la Universidad frente a estos mismos profesores: El Problema de la Existencia Individual en el contexto de la Filosofía Pratyabhijna de Cachemira (en inglés, 1970).

Recuerdo también a un joven americano, de más o menos treinta y cinco años, que quería escribir un libro sobre las religiones comparadas. Entre nosotros, los indios, se nos asomaba una pequeña sonrisa a los labios, como diciendo «quiere escribir sobre un tema que solo un hombre de talento puede
absorber al final de su vida». Otro, pastor anglicano, había venido para hablar de hinduismo. Al cabo de
unos días se paseaba por el campus con un aspecto lamentable. Al poco se marchó. Las gentes «de Occidente» («from the West») no tienen idea alguna del contenido del pensamiento indio. Todos los problemas y contenidos del pensamiento, del consciente y del inconsciente, son analizados a través de una dialéctica implacable, sin falla. Los que más lejos han llegado han sido los budistas, con el Madhyamika, donde nada queda salvo el vacío no-vacío, o igualmente el vacío Sunya Sunya, para llegar a la conclusión 1.500 años antes que nosotros de que nada existe por sí mismo y de que lo real es la interrelación de todo para con todo, una especie de nube universal en la que nuestra mentalidad construye… constructos. Pero ¿qué es esta mentalidad? «That is the question».

Al cabo de aproximadamente cinco años, de viajes en tren, en autobús, en coche (entretanto había ido a vender el R4 a Katmandú, desde Madrás, un viaje de 4.000 kilómetros), había casi agotado mis posibilidades y mis fuerzas; no podía digerir prácticamente nada y debía permanecer acostado todo el día. Llegaron de Bélgica dos amigas en un coche (Volkswagen Variant) cargado de provisiones. Me recuperé. Marchamos para recorrer Rajastán y Gujarat durante un mes. El tribunal de la Universidad de Benarés fallaba su veredicto. El doctor Mahadevan había viajado desde Madrás (5.000 kilómetros ida y vuelta) para mi examen oral. En nuestra ruta habíamos entrado en Benarés para recoger a otro examinador y a su esposa para evitarles el viaje en tren, escasamente cómodo en la India.

Fui nombrado Doctor en Filosofía India por la Universidad Hindú de Benarés con el premio a la mejor tesis del año. Mientras esperaba el día del acto solemne, mis amigas se volvieron a Bélgica en avión, dejándome el coche. Entretanto, en el departamento de escultura de la Universidad había hecho un Yogui meditando (tamaño natural) con su contenido psíquico representado a su espalda (actualmente, en la Universidad de Louvain-la-Neuve). Quería llevármela de vuelta a Bélgica. Así que corté la escultura en trozos, fabriqué una gran caja y fijé todo ello al techo del coche. El interior del coche iba lleno de libros.
Inicié el viaje, pero la frontera de Pakistán estaba cerrada por la guerra. Conduje hasta Mumbai, embarqué hasta el Golfo de Akaba, y a continuación atravesé yo solo en coche, en pleno invierno y en
medio de tormentas de nieve, el Medio Oriente.

Llegué a Bélgica, ¡y mi mujer no me reconoció! Vivía de mis más recónditas reservas, y me tenía en pie por costumbre, pero indemne, solo había pasado una amebiasis de la que me había librado con un remedio para caballos de un médico suizo al que me había encontrado por azar cerca de Tanjore. Había adquirido un bagaje mental enorme. Entreveía el fondo del conocimiento, pero aún me harían falta veinte años y más para aclararlo todo en mi cerebro y mi psique. El tiempo y lo eterno, Visnú, generan el conocimiento – la vida. El tiempo es la esencia de la vida. Abolir el tiempo yendo demasiado deprisa es abolir la vida. Nuestra era se mueve esencialmente hacia la muerte. Ya no disponemos de tiempo… para vivir.

Estábamos en 1971. Europa me pareció un sitio muy difícil para vivir; la vida llamada «civilizada» se me había vuelto insoportable. Fui de viaje a España con mi mujer a casa de unos amigos en un pueblo de
Navarra pero al cabo de un cierto tiempo ella quiso volver, ya que se encontraba mal en todas partes. Sin
embargo, nos habían recibido como a «los hijos de la casa». En un pueblo retirado y bastante desierto
compré una gran casa que tenía el interior muy dañado. Una de las amigas que había venido a la India buscaba también vivir al aire libre a causa de su mala salud, y vino a instalarse en la casa desde
que comenzó la restauración del tejado mientras que yo me iba a trabajar en la fundición en Italia cerca
de Vicenza. ¿Cuántas veces me habré recorrido el triángulo «Bélgica-Italia-España» – 3.800 km, con el
coche siempre sobrecargado de esculturas de yeso y de bronce? Así nacieron El nacimiento de Venus I
y II, el Vuelo de Ícaro, la Caída de Ícaro, la Alegría de Vivir, el Destino Humano I y II, Investigación, muchos
retratos y esculturas menores. A veces vendía algunas a precios mínimos. Hice también grandes pinturas
murales y cartones para tapices. Paulette tejía en mi presencia, y su madre que, actualmente, cuenta 96
años ya vivía con nosotros. Después de dedicar cuatro horas al arte todas las mañanas era preciso también rehabilitar la casa, construir armarios, estanterías, mesas. Había también algunas tierras compradas con la casa, un pequeño viñedo muy viejo, lo justo para elaborar su propio vino sin productos químicos, un rincón para cultivar forraje para los conejos. También teníamos gallinas y pollos criados en la casa, pavos reales, palomas… Justo lo suficiente para hacerse aceptar por los escasos, pero bonachones
habitantes del pueblo. No había ningún coche, ni teléfono, ni tienda. Durante cuatro o cinco años organizamos dos veces al año unos seminarios de clases de yoga. Un profesor venía de Bélgica, de
Francia o de España, con sus alumnos, de 20 a 30. El profesor impartía sus clases de yoga y yo explicaba
el pensamiento indio. Había que acomodar a todas estas personas, algunas incluso en casa de otros
habitantes del pueblo y darles de comer. Sin embargo, en esos últimos años, gracias a qué milagro, pude hacer algunas grandes obras de interés público. Primero, en 1982, los bustos de Sus Majestades el Rey Balduino y la Reina Fabiola (del natural). Después, el monumento de Charles Buls, situado en la plaza del Ágora, pero a costa de muchas molestias administrativas – más de cien cartas y otras tantas comunicaciones telefónicas de mi parte. En 1994, el Vuelo de Ícaro (5,60 m de altura), instalado en Anderlecht. Por desgracia, el artista italiano que se había comprometido a hacer la ampliación en yeso a partir del modelo en bronce de 2,90, había «interpretado» el trabajo a su manera.

Tuvimos que rehacer todo: un mes de trabajo a razón de ¿? horas por día, incluidos con frecuencia los domingos, en pleno mes de agosto. Y luego los retoques de cera: 5 semanas. A mi regreso a España tuve que guardar reposo en cama 4 días (dos años más tarde a raíz de una radiografía se vio que había sufrido una pleuresía). Pero había que volver de nuevo a Italia para el ensamblaje en bronce, otra muy ardua labor. Después, en 1996, el busto vez y media del natural del Rey Balduino, una obra que me exigió un esfuerzo de seis meses para poder transmitir lo que yo juzgaba indispensable.

Entretanto mi mujer había fallecido en 1988, mientras yo estaba en la fundición en Italia. Esta vida era demasiado dura para ella. Durante los 40 años de nuestro matrimonio yo me había ausentado durante al menos 20. Ella no podía, ni quería participar —salir de ella misma— ese era su drama. Tenía mucho talento, una gran sensibilidad para la decoración, y había hecho patchworks muy bellos, cuadros y magníficos gouaches, pero era demasiado honesta y fresca para vivir en un mundo de mercaderes sin escrúpulos como lo es el nuestro.

En cuanto a mis estudios de indología, no me fueron de utilidad más que a mí. Pero me permitieron superar todas las dificultades. Una sola persona sigue interesada, un discípulo francés del yoga. He intentado durante meses retomar el contacto con la Universidad Católica de Louvainla-Neuve, pero en vano, ningún entusiasmo de su parte. Reconozcamos que mirar a los hombres, a Dios y al demonio cara a cara solo es dado a unos pocos, que se esconden. Tengo en mi haber, además de mi tesis, tan apreciada en la India, un estudio sobre «La función de la creación artística tal como se entiende en la Filosofía del Reconocimiento de la Identidad (Pratyabhijna) de Cachemira», así como un estudio relativo a «La Identidad Fundamental de la Ciencia, de la Filosofía, de la Religión y de la Mística según la Filosofía del Reconocimiento de la Identidad (Pratyabhijna) de Cachemira según el Virupaksapansasika). Reconozcamos que hace falta una inteligencia de una poco frecuente profundidad para poder comprenderlos. Como dicen los budistas, un espíritu afilado, implacable, de un acero sin falla («one pointedness of mind»), algo que en nuestro tiempo falta prácticamente en su totalidad. ¡Dónde están quienes en nuestro mundo occidental pueden comprender que la verdadera ciencia y la verdadera religión son idénticas! Nuestra filosofía occidental pone cara de chiquillada cuando se ve frente a las verdades ontológicas comprendidas en los Vedas y los Agamas. Nuestra psicología es una triste parodia mientras que en el budismo más implacable el valor humano se mantiene íntegro. Ponemos cara de tontos, de enfermos mentales, nuestro arte actual sin contexto lo demuestra.

En 1997 escribí un estudio para una conferencia sobre «La Noción de Dios en la Conciencia Hindú». Nada que hacer, «nosotros» no lo comprendemos. Sí que es cierto que en el contexto en el que debemos vivir —y que hemos elaborado nosotros mismos— toda toma de consciencia se vuelve imposible. Vivimos en el infierno. El ‘infierno’ significa «los tormentos causados por un cerebro no controlado». Toda la vida en el orbe se basa en dos datos que, de hecho, no son sino uno. La fecundidad y su control. Todo vive, todo es fecundado, pero la superabundancia perjudica tanto al individuo como al conjunto. Intervienen el sentido de la calidad, la selección natural y, en el caso del ser humano verdadero, la selección establecida por la toma de consciencia. Producir, pero lo que nos es necesario y en la medida en que es necesario. Al haber perdido el sentido de la elección, de lo válido y lo no válido, hemos perdido la vida y su sentido. El gran milagro, el único que distingue al ser humano del animal, es el control que el cerebro es capaz de ejercer sobre sus propios datos. Toda verdadera ciencia, religión, sociología, economía, etc., surge de ahí. Distinguir el bien del mal, lo válido de lo no válido, lo útil de lo inútil. De ahí nacieron los Dioses y los Demonios y, finalmente, aunque escasamente, los seres humanos. La Consciencia: más allá de las funciones cerebrales llamadas normales, las cuales no son más que la justificación, la objetivación de nuestros instintos y necesidades más primarios. El ser humano se convierte entonces en Dios, en más
que un dios, se convierte en un «Ser Humano». «El estado en el que el cerebro ya no funciona, ahí es
donde hay que llegar» (Virupaksapansasika). La vida es un arte y una ciencia. Nos faltan ambos. Dios no existe. Si no hacemos lo que hay que hacer y hacemos lo que no hay que hacer, caminamos hacia nuestro final. Por lo tanto, Dios existe. Y ¿qué es Dios? Ser consciente de lo que hay que hacer y no hacer y actuar según esta consciencia. El cielo —Akasa— significa «más allá de las sensaciones directas». Alcanzar eso contiene todo el yoga. Es lo más difícil y útil que hay en el mundo. Actuar como consecuencia de la causa y sin pasión. Eso es Dios, eso es la Justicia, eso es el Conocimiento, eso es el Dominio de Sí, esa es la Verdadera Ciencia, eso es el Arte de Vivir. Eso es todo.


Irurre. 1997
Henri Lenaerts

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